Nuestro problema es no ser diferentes


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“¿Qué lees?”, me preguntas. “El conejo y la rana”, contesto. “Me gusta ese libro”, dices. “Si es una novela histórica, siempre la leo”. Y pasamos horas compartiendo libros y discutiendo acerca de cuál personaje es mejor y de cuál no merece sufrir tanto. Y ya no puedo tomar un libro sin imaginar tu rostro en la portada, ni pasar por la librería sin querer llamarte por teléfono.

“¿Qué escuchas?”, me interrumpes. “Juzga tú”, te coloco un audífono. “Es mi canción favorita”, aseguras. “La mía también”, yo no puedo creerlo. Y a partir de entonces, compartimos siempre los audífonos y nos escribimos un mensaje cuando va a salir un disco nuevo y le escribimos una carta a la artista que tanto amamos. Y ya no puedo escuchar mi canción sin pensar que es nuestra, ni poner un disco si no estás aquí.

“Necesito comprar eso”, me arrebatas la lata de jugo. “Es una tienda muy escondida, en el centro”, y la recupero. “Vamos juntos, Márie, no sabes lo difícil que es conseguirlo”. Y desde entonces recorremos media ciudad sólo para compartir una lata de jugo y salimos a altas horas de la noche para conseguir una caja a menor precio. Y en el camino de regreso, pienso que te estás robando todos mis espacios, que ya no tengo recuerdos propios, porque siempre estás involucrado. Y me doy cuenta que sólo hay un problema peor que ser diferentes y es precisamente parecerse demasiado en todos los aspectos.

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